Momento primero.
No sabemos que hemos sido víctimas de un sistema desastroso que somete a ciertos grupos y enaltece a otros. No supimos cuándo les compramos la idea de que rubio era más bello que moreno, y que ciertas nacionalidades de alguna forma valían más que otras, y en qué momento un estado civil confería simbólicamente mayor estatus social que otro. En qué momento todo mundo coincidió en que los iris azules eran más bellos que los negros. Cuándo fue que le empezamos a rendir culto a objetos inanimados. No supimos cómo interiorizamos un odio a lo propio y nos rendimos ante lo extranjero. No hablo de la globalización. Estoy en paz con el sincretismo religioso y la mezcla de culturas. No me aferro a tradiciones ni dogmas ni enseñanzas. Pero no sé cuándo, porque fue sin aviso, que alguien decidió qué iba en cada escalón de una jerarquía imaginaria, y todo mundo se lo tragó.
Momento segundo.
Cobramos entonces consciencia, y nos enardece. De nuestras bocas no sale el primer intento de conciliar. Nos han ofendido. Renegamos de quienes se nos impusieron, renegamos por haber caído en sus redes. Nos quejamos, publicamos en cuanto medio escrito tenemos disponibles, que estamos inconformes. Vamos contra corriente y ahora nos gusta lo nuestro hasta mancharlo todo con tintes de xenofobia. Nos entra un nacionalismo histérico, e inventamos palabras como mexicanidad.
Momento tercero.
Ahora ya no importa. Queremos conciliar y admitimos que no evitaremos más decir que qué hermosos ojos tiene un bebé si son azules. Seguiremos queriendo huir, pero lloraremos con nostalgia lo que dejamos. Nos sentimos un poco, habitantes de toda la tierra. Reconocemos lo nuestro y hacemos las paces con ello, sin exaltarlo o condenarlo. Sin admiración y sin recelo.
Momento tercero.
Cumplimos ochenta. Nos volvemos al cinismo con un poco de amargura y ante esta, cierta indiferencia. Nos sentimos personas más que pertenecientes a una nación, religión o tradición. Nos sentimos personas solas en un mundo más grande que un documento, y más hostil que una aduana. Nos volvemos hacia los migrantes con una preocupación que no alcanza realmente a serlo, y hacia nosotras, nosotros, con lástima insostenible.
Pasamos una vida contemplando vanalidades. Sólo en China sabían qué estaban haciendo. Sólo sus religiones politeístas y faltas de deidades supieron esclarecer algo sobre el presente. En cambio aquí, pasamos la vida esperando el futuro, como los gringos esperan pagar la hipoteca. Y volvemos a ver a China, y 80 años han sido en vano.
Comentarios